24/10/08

Me quedo con las miradas

Manuel, un niño criollo que conocí en El Impenetrable (Chaco), en octubre de 2008.


Por Ivanna Martin


Con las manitos temblorosas y una sonrisa apenas insinuada en su carita sucia, Mariana me ofreció un paquete brillante, envuelto con hilos de colores y un moño grande reciclado de algún viejo regalo. Era una azucarera un poco rota y muy usada, que junto con otros chicos del precario asentamiento Las Polinesias, de Villa Allende, había elegido obsequiarme. Mientras lo desenvolvía, no dejaba de mirarme, con ojos chispeantes y saltones. Cuando el objeto por fin apareció de entre tanto papel arrugado, la tímida sonrisa se volvió plena y casi se le escapa del rostro. A la par, los ojitos brillaron cada vez más. Y mi mayor regalo fue su mirada. Entonces decidí guardarla de algún modo especial.
Hoy, en el estante más alto allá arriba de todo donde mi biblioteca se pierde en el cielo, guardo celosamente un cofre que alberga las miradas de los niños que conocí en estos años de periodismo. Las de los chicos que juntan papas detrás del aeropuerto, las de los que recogen aceitunas en el norte cordobés, las de los que se lavan la cara con agua helada en invierno en la villa Pueyrredón y, pese a todo, me sonríen.
A la mirada de Gabriela Palomo me la trafe del norte, de pleno monte formoseño. Es una niña aborigen que teje mejor que nadie pero pasa casi 10 horas diarias trabajando junto a su mamá. De lunes a domingos. Y aunque ella vive tan lejos de todo y de todos, tiene los mismos ojos resignados que Juan, un changuito santiagueño que anda descalzo y, más acá todavía, que Lucía, a quien conocí en medio de las vinchucas en su rancho cruzdelejeño.
Santiago, desde sus dulces cuatro años, me mostró los ojitos desvalidos en una cama de hospital, donde médicos y enfermeras intentaban recuperarlo de un cuadro grave de desnutrición.
Rocío es la dueña real de una de mis miradas más preciadas. Tenía pocos meses de vida cuando la conocí y peleaba como una leona para seguir viviendo, en medio de la adversidad de la pobreza, conectada a tubos y máscaras de oxígeno. Compartí muchos momentos con ella y, finalmente, años después fui testigo de sus sonrisas más plenas.
La mirada de Betina me llegó al corazón un Día de la Madre, cuando bañada de lágrimas me contó cómo hacía para criar a sus dos hijos vendiendo artesanías. Tenía apenas 16 años. Y de una aldea toba de Salta me vine con los ojos llenos de risas de otro Juan, que medía poco más de un metro y ya soñaba con ser el médico de la comunidad.
En mi cofre también conservo las miradas cómplices que cada año los chicos del Padre Aguilera me dedican desde atrás de los flequillos largos cuando los peluqueros llegan con la misión solidaria de, precisamente, dejarlas surgir.
Así me hice de éstas y de muchas otras miradas, que ocuparían páginas enteras si pudiera compartirlas a todas. Recuerdo con gran nitidez el destello, la humedad, la intensidad, de cada una de ellas.
Los chicos son los dueños de toda la honestidad y la transparencia que tanto reclamamos por ahí y que cada vez más nos cuesta encontrar. La mirada profunda de un niño es la vía directa a su alma. Por eso, me quedo con las miradas. Hay que aprender a escucharlas.

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Publicado en "La Casa", libro homenaje al Padre Aguilera (El Emporio Ediciones).

1 comentario:

Eric Zampieri dijo...

Decía alguien que los ojos son las ventanas de alma (Brian Weiss, la fuente no es de lo mejor), frase que de alguna manera recogés. Aunque suene cursi creo que es así, basta con observar la opacidad en los que han perdido la conciencia o la vida.

Es para pensar lo que decía el proverbio árabe: "El ojo que ves no es ojo porque lo ves, es ojo porque te ve."